La exposición de Nicolás Ortigosa en el CAB propone la obra artística como superficie libre de meditación, de contemplación. El artista busca un acercamiento generacional con un público no siempre atendido en los centros de arte. Las obras presentadas buscan desaparecer bajo la operación lúdica y festiva que solicita al público. Del 3 de febrero al 28 de mayo.
Nicolás Ortigosa en el CAB
La obra, la pintura, como espacio de juego. Como campo de acción, como soporte desacralizado, desprovisto de retórica. Como superficie libre de meditación, de contemplación, quizá ni siquiera como destinataria de una mirada
complaciente. La radical propuesta de Nicolás Ortigosa (Logroño, 1983) propone situar al espectador como protagonista absoluto de la obra mostrada en el CAB, hasta el punto de que las obras presentadas buscan desaparecer bajo la operación lúdica y festiva que solicita.
¿Qué esconde Ortigosa tras una decisión que parece ajena a la tradición patrimonialista que siempre asignamos a la obra de arte? La respuesta es una nueva pregunta: en un tiempo en el que el consumo de imágenes y la disputa por su prevalencia engulle cualquier creación plástica, ¿queda algún rastro de esta en nuestra memoria inmediata?,
¿somos aún capaces de detenernos, pararnos y mirar? El juego parece ser el único lugar en el que la concentración del individuo es absoluta.
Mientras jugamos nuestros sentidos se estimulan; no hay sitio para una mirada furtiva a nada que pueda distraernos. Dejamos fuera nuestra obsesiva curiosidad por lo que pasa en el mundo conectado a las redes sociales o en el entorno próximo, incluso dejarse llevar por la imaginación puede resultar perjudicial: toda desatención se paga. Entonces tal vez situar la pintura como área de recreo no parezca tan kamikaze.