Capítulo 7


Literatura basura. Manual de Autoayuda, por Gonzalo Garrido

Autor de: Las flores de Baudelaire, El Patio inglés y La capital del mundo


La famosa primera frase. Esa frase que hace que el futuro profesional del escritor penda de un hilo. Porque los editores que se precien siempre miran con lupa ese fogonazo, esa sentencia que sirve para vislumbrar como de pasada las quinientas páginas que la acompañan de manera absurda y hasta obscena.

Lógicamente, Alberto Castresana está aturdido ante ese latiguillo inicial y comienza a probar. Desde El Quijote no hay nada novedoso. Y ensaya: «Dorothy vivía en medio de las grandes praderas de Kansas, con tío Henry, que era granjero, y tía Em, esposa de éste». «¿Encontraría a la Maga?» «Si estoy chalado tanto mejor, pensó Moses Herzog». «Llamadme Moby Dick» [sic].

Le entran dudas pero no se rinde. Quiere ser innovador, romper moldes de la narrativa, desbrozar caminos para las siguientes generaciones. Así, empezará por garabatear la síntesis del libro [le ahorra esfuerzo al lector editorial], después una idea vaga que refleje algún aspecto de la trama [confunde al lector editorial], más tarde una impresión de algo accesorio [provoca al lector editorial], por fin un pensamiento absurdo totalmente desligado de la obra [estimula al lector editorial y le obliga a buscarse la vida, como el resto de los mortales].

Los primeros tachones de Castresana son para esa antipática frase que se ha hecho tan famosa en los círculos literarios. Por eso, los libros se retrasan tanto, porque no encuentran su frase, esa frase que presagie genio, que ofrezca estilo, que imponga respeto entre los lectores y, lo que es más relevante, ante otros autores. Esa frase que le haga millonario de una vez por todas.

No satisfecho con lo escrito, se dará cuenta de que el esfuerzo que tiene por delante es mucho mayor de lo pensado. La idea ya no la ve tan clara, incluso introduciendo a su madre, porque la primera frase no le acaba de emocionar. Y sin primera frase no hay algo tan sencillo como primer párrafo, ni primer folio, ni primer capítulo, ni primer libro, ni primera serie de novela negra, ni primera Semana Literaria, ni primer premio Cervantes… [así hasta el infinito de las primeras cosas].

Y comenzará la crisis a los pocos días de pelearse con la famosa y esquiva frase. Tanto si Castresana es detallista como si no, poco puede hacer porque está indefenso. Si es detallista se percata de que la minuciosidad sirve de poco cuando no se le ocurre nada. Si es intuitivo se da cuenta de que, de momento, con eso sólo tampoco va a ir muy lejos.

Empieza a dormir mal. Se revolverá en la cama dando algún empujón a su media-orange, que le separará con una patada en el costado. Tendrá pesadillas con sentencias deformadas que se le pegan en su cerebro como relojes de Dalí. Aparecerán en sueños multitud de cursos de redacción, manuales de estilo y diccionarios etimológicos de la RAE.

El malestar crecerá hasta que llegue a su culmen cuando la voz del hipotético lector editorial le susurre con voz ronca: «mal, mal, amigo Castresana. ¿Qué haces durmiendo a estas horas? Acabas de empezar y ya estás agotado. Escritor de poca raza [lo de la raza se utiliza mucho en esta profesión para discriminar al amigo del enemigo. Los amigos siempre son escritores de raza]. Que sepas que todavía te falta lo más importante, la frase final, esa frase de la que no se escapa nadie, ni el sabiondo de Javier Marías. Piénsala bien porque soy inflexible con ella».

¡Mierda! Nadie le había avisado a nuestro pulidor de palabras que existía otra frase fundamental para su carrera literaria. Si lo llega a saber, quizá se hubiera planteado una actividad menos regulada por todo tipo de usos y convenciones. Está preocupado porque, por mucha caja de herramientas literarias que le preste Stephen King, que no son pocas, no llegará muy lejos si usa mal esas dos puñeteras frases.

Es ahí cuando muchos escritores con talento dejan de escribir, porque son conscientes de que si no les falla la primera frase, seguro que les fallará la última, por no mencionar el resto de sentencias que transitan por el medio y que suelen conducir al caos más absoluto. Y para eso no merece la pena tanto sacrificio, que se está mejor en el sofá de casa viendo la televisión.

Pero nuestro personaje seguirá adelante porque es uno de esos seres cuya obsesión es exclusiva y excluyente, y se siente impelido por esa voz hipotética que le recuerda sus obligaciones con la alta literatura: «el futuro de la narrativa depende de ti».

Castresana quiere demostrar al mundo que no teme a nada ni a nadie, ni siquiera a la propia Academia de la Lengua, que lleva siglos limpiando y dando esplendor a no se sabe muy bien qué.

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