Del Toro en horas bajas
El éxito de la décima película de
Guillermo del Toro, sin parangón en su trayectoria, es, sin duda, un hecho significativo del estado del fantástico. El eco obtenido por el filme apunta a la creciente aceptación, por parte de sectores habitualmente desinteresados por el género, de una fantasía aburguesada en sus discursos y relamida en sus formas, pero prácticamente exenta de auténtico carácter perturbador y subversivo. Como El laberinto del fauno o
La cumbre escarlata, La forma del agua hace gala de un notable dominio de fuentes diversas cinematográficas y literarias, y sitúa lo mágico y el relato con trasfondo sociopolítico en un mismo nivel, hasta el punto de neutralizar, por su calculado maniqueísmo, cualquier discurso revulsivo susceptible de tender puentes hacia nuestro presente.
Únicamente una extraordinaria
Octavia Spencer y su personaje, Zelda, es capaz de invocar, a través de un puñado de líneas de diálogo de aires naturalistas y llanos, una lectura social de cierto calado. Si bien la primera mitad, de un lirismo naíf pero arrebatado, despliega notables recursos cinematográficos, legando escenas de un romanticismo convincente, a partir del ecuador el entramado dramático y formal decae. Desde ese momento,
La forma del agua se erige en tibia y amanerada apología de la diversidad, entregándose además a un estridente crescendo violento que devalúa incluso al interesante villano. La película luce momentos de puntual brillantez, pero no a la altura de los trabajos más inspirados de su director.
Lo mejor:
Octavia Spencer
Lo peor:
Es un cine fantástico que diluye en el manierismo toda posibilidad de subversión
Fecha de publicación: 16/02/2018