Crítica de Sully

La zona crepuscular

Los planos iniciales de esta la trigésimo quinta realización de

Clint Eastwood, escenifican los peores temores auspiciados por una situación crítica: el capitán Chesley ´Sully´ Sullenberger no acierta a salvar a los pasajeros y la tripulación del Airbus que pilotaba el 15 de enero de 2009 y que, nada más despegar del aeropuerto neoyorquino de LaGuardia rumbo a Charlotte, Carolina del Norte, perdió la operatividad de sus dos motores debido al encontronazo con una bandada de aves; en vez de posarse con osadía y éxito en el río Hudson, como aconteció realmente, el avión sigue los protocolos establecidos para tratar de alcanzar una pista de aterrizaje cercana, y acaba precipitándose sobre las calles de Nueva York… De inmediato, se nos revela que la catástrofe es una pesadilla de Sully (en pantalla,

Tom Hanks), aún en estado de shock tras la proeza llevada a cabo unos días antes, aquella tarde de 2009, con la ayuda del copiloto Jeff Skiles (

Aaron Eckhart).

 Pero el artificio fotográfico lóbrego con que Eastwood enmarca la mirada agitada de Sullenberger al despertar, siembra nuestra duda en torno a qué imágenes -las que sueña el protagonista, las correspondientes a su realidad fílmica- avalan mejor como cine el espíritu de nuestra época. ¿Qué es más verosímil, factible, como representación hoy por hoy: el espectáculo fatalista del desastre, en el que fusionan sus rasgos sintomáticos el cumplimiento vano de todas las reglas y la perfección técnica de los efectos visuales, o el relato austero de una gesta improbable, heroica? Aunque articule su narración como un puzzle,

Sully es una de las películas más naturalistas, parcas, de su autor en los últimos años, a lo que contribuye un uso sagaz de la textura digital y el IMAX. Por ello precisamente, el manierismo tenebroso tan obvio con que se introduce en pantalla al personaje encarnado por Hanks -uno de los escasos trazos de ese tipo perceptibles en la película, junto a la taciturna música compuesta por Christian Jacob y la Tierney Sutton Band a partir de apuntes y melodías del propio director-, resulta muy significativo. Eastwood abisma a Sully en la zona crepuscular a que tan afecto ha sido su corpus fílmico, característica -las imágenes siempre nos hablan ante todo de sí mismas- antes de sus inquietudes expresivas, que de los supuestos claroscuros morales que pueda albergar su cine, resaltados habitualmente por algunos críticos para otorgar una mayor legitimidad a la condición autoral de Eastwood.

 De hecho, a pesar de consistir el grueso del metraje en la aproximación desde diversos puntos de vista a las circunstancias del accidente y su desenlace, y en la recreación de las investigaciones oficiales posteriores en torno al suceso, la película no cuestiona en ningún momento la gesta del piloto, ni lo que simboliza. El semblante de por sí arquetípico a estas alturas de Hanks, contribuye a la efigie de un hombre de una pieza; un americano impasible, discreto, admirado y querido por sus pares y el pueblo llano, ajeno por completo a unos Estados Unidos perdidos hoy por hoy como sociedad, al menos según

Sully, en la hiperrealidad mediática, la cultura de la queja, el desconcierto moral. A ese contraste de brocha gorda hay que sumar el rol de villanos adjudicado a los técnicos que tratan de aclarar las causas del accidente y la arriesgada decisión de Sully; el carácter subsidiario, dócil o patoso de todas las mujeres que aparecen; y los discursos viejunos sobre las nuevas tecnologías, lo virtual o los videojuegos. Factores que evidencian un maniqueísmo de muy poco estilo, mezquino, apreciable en otras películas de un Eastwood rendido en demasiadas ocasiones a sonrojantes limitaciones ideológicas y de carácter que perjudican su obra en favor de su personaje, némesis en primer lugar del Hollywood liberal en cuyo seno desempeña su labor: vale la pena constatar que Sully ejerce de puntillas como respuesta a

El vuelo (2012) -título de menor éxito pero mayores argumentos y calidades que el presente-, al igual que

Golpe de efecto (2012) -creada a su medida- replicaba a

Moneyball (2011), o

El francotirador (2014) a

En tierra hostil (2008).

 Estos inconvenientes, como el sentimentalismo, la ramplonería con que se despacha alguna secuencia, y la sumisión -recurrente en el cine actual- a los protagonistas reales del evento en los minutos postreros, no obstan para hallarnos ante una película con aspectos dramáticos destacables -véase la amistad y lealtad entre Sully y su copiloto-, y de la que extraer lecturas valiosas en atención a lo que manifiesta alegóricamente sobre el cine de Eastwood en el siglo XXI; si creativamente es fructífero o inerte, si su concepción de la artesanía y la profesionalidad tiene aún cabida, si está más allá de la vida… Y, en ese sentido, una sorpresa, una escena extraordinaria que vale por toda la película: aquella en que la escucha en audiencia pública por parte de investigadores y pilotos de los minutos de audio que transcurrieron entre el ascenso del avión y su amerizaje forzoso, derivan en el despegue pleno de la ficción cinematográfica, que se impone a las simulaciones, la crónica mediática, el recuento de hechos verídicos, hasta hacerle descubrir por fin al mismo Sully la magnitud de lo que hizo, y sentirse orgulloso de ello. Si la película hubiese sabido ser más equilibrada, más creativa, el momento habría tenido mucha más fuerza, habría sido la guinda de un todo extraordinario. En cualquier caso, se basta para Sully un título relevante de la temporada.

Lo mejor:

La relación de amistad entre Jeff y Sully, y la reivindicación de la ficción cinematográfica

Lo peor:

La película es inequívocamente mezquina en muchos momentos

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