Capítulo 5


Literatura basura. Manual de Autoyuda, por Gonzalo Garrido

Autor de: Las flores de Baudelaire, El Patio inglés y La capital del mundo


Castresana siempre como muchos otros autores actuales, no se conforma con tener una  idea para comenzar a trabajar, quiere más, mucho más, rápido y bien. Sabe que no está solo [ningún escritor lo está en realidad, para qué engañarnos]. Cuenta con la inspiración, una especie de amigo invisible que ayuda a los escritores en sus obras y facilita terriblemente la labor. Si al narrador le acompaña un poco de suerte, lo cual suele ser normal, la propia inspiración puede que redacte el libro de corrido, sin parar, hasta su conclusión final, dejándole tiempo para
otros menesteres más urgentes como hacer la compra o jugar a las cartas con los amigos.

Esta confianza en la inspiración no es responsabilidad suya, ni mucho menos, sino del sistema educativo español, un sistema que ha indicado a generaciones de estudiantes con distintos planes formativos que siempre se puede hacer menos de lo que se hace y que para ello hay que buscar a alguien mejor que uno, sea alumno o profesor, para facilitar las tareas. [lo malo de este sistema es que hay  que encontrarlo a tiempo y ponerlo a trabajar en beneficio propio].

Por eso, cuando a Castresana le llega el momento de sentarse a concretar la idea, echará en falta esa garganta profunda que le ha venido chivando a lo largo de su vida en todos sus megaproyectos, y que nunca ha sabido con seguridad de dónde surgía.  Como si de un hechizo se tratara, comenzará a llamarla desde el salón. Al principio, bajito, para no despertar a su media-orange y a sus hijas que descansan ajenas a sus terribles inquietudes. Después, subiendo el tono hasta balbucear palabras incoherentes por la ventana –«revélate», «maldición», «abandones»– con el susto correspondiente de los vecinos que creen que han sido invadidos por los zombies, en una especie de guerra mundial fraticida. Esa búsqueda infructuosa se transformará en una mirada ausente, lánguida, suplicante, tras muchas horas delante de su ventanal esperando la inspiración, que se le resiste sin saber muy bien el motivo.

Pero Castresana no es nada estúpido, pronto comprará algunos manuales de autoayuda creativa en la librería de su amigo –Vencer y convencer; Morir  matando; Nunca digas no antes de echar a correr– escritos por grandes gurús, como Coelho y Bucay, que narran sus propias experiencias en la materia… y tienen un pacto secreto con el universo. Estos manuales señalarán como objeto de  estudio la transpiración de Picasso. Picasso  fue uno de los artistas que, por lo que sabemos, más sudó en París, incluso no dejó de hacerlo después de muerto, cuando sus herederos se pelearon por parte de sus efluvios. O de la  lentitud de escritura de Henry Miller, solo una página al día, y con gran esfuerzo. Eso sí, el  resto de su tiempo se dedicaba a explorar sexualmente a sus amigas para poder escribir al día siguiente otra página, en un círculo vicioso, nunca mejor dicho [que se lo pregunten si no a Anaïs Nin con la que compartió inquietudes eróticas, además de literarias].

En ese proceso tan ruidoso de inspiración, su media-orange lo mirará con cierta prevención y cansancio porque a estas alturas de su matrimonio lo ha visto en todo tipo de situaciones ridículas, pero no en éxtasis total. [Perdón, sí, pero hace mucho tiempo, en una crisis de identidad que tuvo al comienzo de su relación mientras reivindicaba estentóreamente que quería ser jugador de ajedrez profesional y competir con los grandes maestros rusos e indios. Aquella fue una etapa dolorosa que más vale silenciar en esta crónica y que dejó un largo reguero de libros con aperturas de caballos y cierres de alfiles, además  de algún peón resentido].

Nuestro escritor, tras varios intentos de llamar a la inspiración en distintos idiomas, incluido el quechua, euskera y mandarín, decidirá que tiene que ponerse a trabajar de verdad, perspectiva que
le provoca un miedo irracional, pues nunca ha estado sentado tantas horas con la mente completamente empantanada. Es entonces cuando Alberto Castresana se agarrará de nuevo a la idea primigenia consciente de que, de momento, no puede contar con más ayuda que ella, por pequeña y molesta que sea.
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